domingo, 19 de agosto de 2012

Los inicios. Más que orfebrería

Nuestra primera caja de herramientas

Pues heme aqui, a mis ventiocho años y luego de toda una vida de jurar que no tendría un blog (no por disgustarme la idea sino por desconfianza en mi voluntad de actualización), escribiendo una segunda entrada, que ya es algo. No tengo mas confianza.. solo aprovecho el impulso. 

Formalmente puede decirse que todo esto empezó con un taller de mes y medio de iniciación a la orfebrería, dictado los sábados en los talleres del Instituto Armando Reverón. Pero lo formal no es del todo lo cierto, pues es más que orfebrería y no es menos que toda mi vida. Recuerdo muchas tardes junto a mi abuela, que me entretenía recortando y armando aviones de cartón, coloreando formas geométricas, haciendo mis primeros puntos de crochet. Ella mientras tanto recortaba artículos interesantes del periódico, pegándolos con goma casera en revistas, que unía en libros, que clasificaba en tomos, que tenían índices preciosos de pulida caligrafía de maestra. Juntas les decorábamos las tapas con restos de papel de regalo de los cumpleaños. Ella también hacía dulces de frutas, decoraba botellas, cosía vestidos para los santos, coleccionaba semillas, enmarcaba láminas de paisajes y juntas probamos mil maneras de cocer las muñequitas de arcilla que un buen día me dio por hacer. Y es que respecto a manualidades, cada vez que yo le decía -abuela, ¿puedo..?- Ella decía que sí, y comenzaba a buscar formas de hacerlo, a revolver su cajón buscando fieltro, piezas de juguetes rotos, un poco de pintura. 

Total, que me viene de mi abuela esta necesidad de ocuparme las manos con algo, y conforme crecía aumentaban mis expectativas.. y tejí cestas con las hojas de la palmera del jardín, y forré montones de cajas de zapatos, e hice un marquito de madera con estantes para un espejo, y quedaron a mi paso hojas a medio deshilachar, cajas sin su mano de barniz,  proyectos nacidos y muertos de aburrimiento en el papel. También cosas más insólitas, como un cubo de vidrios quebrados que obtuve obligando a mi primo a robarse el carro y recorrer la ciudad  un domingo en la mañana, buscando una parada de autobús reventada. La quería para hacer un mosaico sobre una bandeja, que empecé y andará todavía dando vueltas en paquetes de cosas viejas,  arriesgándose a la basura cada vez que mi mamá limpia el lavandero de su casa. 

Abandoné la bandeja cuando me fui a Caracas, y ahí para matar el tedio de la infructuosa búsqueda de empleo, me dediqué a pasar horas mirando a la tía que me acogió en su casa, maravillosa costurera, convertir metros de tela en camisas perfectas y vestidos de sueño. Coser nunca se me dio bien, pero verla me inspiró a tejer faldas enormes de crochet que merecieron su sonrisa y que todavía luzco con orgullo. 

Luciendo una de las faldas en La Estancia

Siguieron los amigurumis, carteras tejidas, las pulseritas de macramé y un buen día, el regalo de un librito de joyería en alambre que me emocionó tanto que derivó en aquel sábado por la mañana, en un taller de Caño Amarillo, donde un profesor jovencísimo y de pintas raras me dijo: -Esto se llama soplete y lo primero es perderle el miedo.. enciéndelo-. 

Formalmente empezó mi vida de orfebre, pero lo formal, aún hoy, no es del todo lo cierto. 

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